13.2.10

"Once", lo pedante y algo más

Con el tiempo tan apacible que hace este fin de semana (este invierno Málaga parece una película húngara pedantosa, sólo falta que la imagen se desature hasta el blanco y negro y que los merdellones empiecen a hablar en alguna lengua de la Europa del este) he aprovechado para descubrir o redescubrir algunas películas que tenía pendientes.




¿Qué podemos hacer con una Sony HVR-Z1, 200 mil euros de presupuesto y dos individuos en la gris y tristona Dublín? John Carney se lo preguntó en 2006 y la respuesta que se le ocurrió fue Once, una pequeña joya que mezcla el amor con música indie con una sutilidad y sinceridad que ya quisieran otros con 40 veces más presupuesto.

No concibo esta maravilla rodada de otra manera. Puede que este sea de esos casos en los que la forma justifica el fondo y viceversa. Una simbiosis de reciprocidad perfecta: la imagen pastosa del digital, el feísmo involuntario de los desenfoques rojizo-verdosos, la cámara en mano que recuerda a Winterbottom. Todo esto se amolda perfectamente a una historia sencilla, sobria y directa, aderezada con los acordes de la guitarra de Glen Hansard, Óscar incluido por la maravillosa canción "Falling Slowly". ¿Se puede pedir más?



Estos días también he dejado sitio para ver por primera o enésima vez dos peliculitas muy especiales: Nostalghia, de Andrei Tarkovsky, y Tren de sombras, de José Luis Guerín. Leyendo críticas sobre ambas películas hubo algo que me volvió a llamar la atención, algo que tiene que ver con la eterna problemática de ese género periodístico tan denostado, polémico y socorrido a la vez: la crítica cinematográfica. No puedo evitar la reflexión: ¿está la crítica sujeta a unos parámetros inamovibles o debe aspirar a ser un medio de expresión libre?

Me resultó curioso comprobar cómo parece que existe cierta proporcionalidad entre la aridez o hermetismo en la expresión del cine y la necesidad de los críticos de utilizar sus textos como vehículo de lucimiento personal. Prueba inequívoca de que la "poesía" o pretensión de acercarse a ella guarda una relación directa con los intentos de cristalizar lo intangible o de darle sentido a lo que muestra y evoca el texto fílmico. Ya saben, aquel pedante que no pone límites a su verborrea sofisticada ante un Tarkovsky o un Guerín, que no puede ocultar su imperiosa necesidad de demostrar con orgullo que ha entendido cualquier película y que, lo que en otros sólo provocaba bostezos, en él la imagen filtrada por sus gafapastas ha elevado su talla intelectual por encima de los mortales.


Dicho esto, vuelvo a la pregunta que me hacía antes: ¿es la crítica un género con unas coordenadas definidas? ¿Tiene unos preceptos inalterables e inevitables? Piensen que podríamos establecer un paralelismo con el cine como arte inabarcable. Decían los formalistas que el arte del cine consiste en que puede acercarse o alejarse a la realidad todo lo que se desee, con el uso de la técnica. Yo añadiría que no sólo se trata de una distancia "cuantitativa", sino orgánica, cualitativa. El cine puede ser todo lo humano que se desee, puede ser el bisturí del cirujano que opera a un paciente o el pincel del pintor que se halla entre las tinieblas retratando el momento. Todo depende del qué, del orden y la forma. ¡Las posibilidades son infinitas! Es lo que hacen del cine algo apasionante, su carácter inmensurable, su infinito polimorfismo, su habilidad para convertirse en arte, industria, espectáculo o todo a la vez a su antojo.

Entonces, ¿por qué la crítica debe siempre ajustarse a unos parámetros? Si pensamos en la crítica como género periodístico, no podemos considerarlo sino como un nexo entre el "objeto artístico" y la realidad. Y he aquí el problema: los críticos nos acercan ese objeto a nuestro mundo terrenal, tratan, desde su posición de expertos, de dárnoslo a entender con la inmediatez y la tranquilidad de la palabra. Por eso muchos críticos no se cortan en levantar el vuelo incluso más allá de lo que nos enseña la película, a veces aplicando los mismos axiomas de los que se vale el cineasta para dirigirse a su público objetivo (el sabio Buñuel lo sabía a la perfección y se aprovechaba como nadie: "tú llena este bolso de plumas, que ya se encargarán los críticos de darle sentido"), otras veces, directamente, meando fuera de tiesto a mayor gloria de su persona.


El otro gran problema es la incapacidad de aprehender bajo los mismos parámetros una película u otra. ¿Deberíamos meter en el mismo saco Transformes 2 y la susodicha Tren de sombras? Sería injusto aplicar ese máximo común divisor a dos películas tan diferentes, del mismo modo que nuestra observación debería estar limpia de prejuicios a la hora de enfrentarse a un Dreyer o a un Spielberg, por ejemplo, pero esto pocas veces es así. Quizá para responder a los eternos interrogantes acerca de la crítica deberíamos tener presente lo que planteé anteriormente: ¿qué es el cine? ¿Qué no es?

Creo, en fin, que el ejercicio de la crítica debería a veces ceñirse menos a unas pautas inquebrantables, por la misma razón de que no existen unas reglas fijas que el cine deba seguir. Esto no quita, por supuesto, que debamos aplicar el sentido común a la hora de delimitar el terreno de la crítica.

Para los que aún sigan leyendo, aquí tienen la canción de Once que se llevó el Óscar. Pocas veces se dijo tanto con tan poco:

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