13.3.10

Oscars, guerras, perros

-El pasado domingo tuvo lugar el espectáculo cinematográfico anual por excelencia: los Oscars. Un derroche de frivolidad (la palabra que tan certeramente usó Campanella para definirlo) y de glamour inalcanzable, para unos premios tan odiados como necesarios para abrir unas cuantas puertas a unos pocos elegidos o para añadir un par de ceros más al caché de alguna estrella del celuloide, o del CCD, o del megapíxel. La gala tuvo como presentadores a Steve Martin y a Alec Baldwin (este último tenía toda la cara de haber salido de una película de los años 50). Desde luego que eché de menos la chispa de Hugh Jackman y sus hilarantes números musicales del año pasado, en los que él mismo no podía aguantarse la risa mientras cantaba porque era para descojonarse. La realización fue en algunos momentos mediocre, el ritmo de otras ediciones este año aplastado por los michelines de Mo’nique. Por lo demás, las mismas injusticias, los mismos ajustes de cuenta tardíos y las mismas preguntas de siempre, tan absurdas como fuera de lugar, como si los premios de la Academia hubieran demostrado desde siempre tener un gusto exquisito. Un dechado de justicia cinematográfica. Claro, hombre. Quién si no podría haber salvado la noche que Sandra Bullock levantando el Oscar con el Razzie en el sobaco, pero no, eso no pasó.

-Ya tenemos entre nosotros el tráiler del reportaje de la recreación histórica que se realizó con motivo del bicentenario de la Guerra de la Independencia en Málaga y en la que tuve el placer de participar como cámara en la medida que me fue posible. Quizá “tráiler” sea una palabra demasiado pretenciosa, así que vamos a dejarlo en “avance”. Toma avance:



-Y por supuesto, no puede faltar la racioncita de autobombo. Esta vez, una interpretación posmoderna de un clásico infantil, “D’Artacan y los tres mosqueperros”, remezclada con el aire rancio del breakbeat más caótico, descoordinado y abrasivo del cambio de siglo:

6.3.10

Werner Herzog, el cineasta extremo

Un extremófilo (de extremo y la palabra griega φιλíα=afecto, amor, es decir "amante de -condiciones- extremas") es un microorganismo que vive en condiciones extremas, entendiéndose por tales aquellas que son muy diferentes a las que nosotros vivimos.
(Wikipedia)

Si considero a Werner Herzog como uno de los cineastas vivos más fascinantes que hay sobre la tierra se debe a que su cine es un fiel reflejo de la vida tan extrema y llena de situaciones absurdas que ha tenido. Es uno de esos casos en los que cineasta y persona se complementan, alguien de quien no importa que su vida y su obra se justifiquen mutuamente. Gracias a ello el Herzog artista posee una mirada única y una profundidad de análisis del alma humana al que pocos directores han llegado.

Herzog es hijo de una yugoslava y de un padre de ascendencia francesa, bohemio, que por lo visto se dedicaba a leer en pelotas bajo el sol en lugar de trabajar. Fue esto, quizá, lo que llevó a pensar a Herzog que su vida no era del todo normal y que no debía serlo en futuro...

El caso es que ya en su época de estudiante empezó a despuntar. Sus primeros cortometrajes los rodó con una cámara de 35 mm que robó de la escuela de cine de Munich (él mismo lo consideró no como un robo, sino como “una necesidad”). Su formación fue autodidacta. En Pittsburgh, ciudad en la que cursó parte de sus estudios universitarios, Herzog se ganaba la vida y se costeaba sus cortos con lo que sacaba trabajando de soldador, aparcando coches o dedicándose al contrabando de armas y televisores entre Estados Unidos y México. En Estados Unidos vivió también con una comunidad india con la que intentó crear un Estado independiente.

Herzog era un caminante insaciable. Con 15 años se pateó media Europa, desde Munich hasta Albania y Grecia. En 1974 viajó de nuevo a pie desde Munich hasta París para visitar a la historiadora de cine Lotte Eisner y llevarle su película El enigma de Gaspar Hauser. Era un hombre infatigable, ávido de situaciones límite que luego plasmaría en sus obras a través de personajes lunáticos, soñadores, outsiders, o todo a la vez.

De todos es sabido, por cierto, el tándem que formó junto a su actor fetiche en los años 70 y 80, el temperamental Klaus Kinski, actor que conocía desde la infancia. Kinski llegó a decir de él:

Es un individuo miserable, se me pega como una mosca cojonera, rencoroso, envidioso, apestoso a ambición y codicia, maligno, sádico, traidor, chantajista, cobarde y un farsante de la cabeza a los pies. Su supuesto "talento" consiste únicamente en torturar criaturas indefensas y, si hace falta, matarlas de cansancio o asesinarlas. Nadie ni nada le interesa, a excepción de su penosa carrera de supuesto cineasta. Impulsado por un ansia patológica de causar sensación, provoca él mismo las más absurdas dificultades y peligros y pone en juego la seguridad e incluso la vida de otros, sólo para después poder decir que él, Herzog, ha domeñado fuerzas aparentemente insuperables.

Sobre este respecto es absolutamente recomendable el documental Mi enemigo íntimo, en el que Herzog relata las vivencias rayanas en lo demencial que tuvo con Kinski.

Otro caso curioso fue el de Bruno Schlenstein, protagonista de El enigma de Gaspar Hauser y Stroszek, dos de las películas más representativas y, sobre todo en el caso de la segunda, extrañas del director alemán (Stroszek, por cierto, fue la película que se merendó Ian Curtis, el cantante de Joy Division, antes de atarse el cuello a una soga y largarse al otro barrio. Ahí queda eso).

Sobre Schlenstein, cuenta Ramón Alfonso en Miradas de Cine:

[Era] hijo de una prostituta, pasó toda su infancia internado en un psiquiátrico hasta convertirse en un inadaptado. Dotado para las artes (la pintura y la música), al parecer Herzog reparó en su presencia en un documental sobre músicos ambulantes y lo convirtió en el protagonista de su recreación de la historia de Gaspar Hauser.

Son dos personajes con los que Herzog, para bien o para mal, mantenía una conexión que iba más allá del plano profesional. Algo espiritual que encajaba con la necesidad de Herzog de desnudar el alma humana y mostrárnosla tal como es, libre de prejuicios o juegos morales establecidos por la sociedad. Todo su cine está plagado de personajes peculiares en escenarios no menos peculiares, descontextualizados de su ambiente presuntamente habitual (Kinski en la selva amazónica en Fitzcarraldo, los pintorescos habitantes de la estación McMurdo en Encuentros en el fin del mundo, Timothy Treadwell en Grizzly Man, por poner algunos ejemplos).

Herzog, además, ha rodado en casi todos los sitios imaginables: Camerún, Grecia, las islas Canarias, la selva amazónica, Australia, un volcán en erupción en plenas islas Antillas, la Antártida, Kuwait... Incluso puede presumir de ser el único cineasta al que le hacen una entrevista ¡y recibe un tiro en mitad de la grabación! El momento quedó recogido así:


A él le debo muchos grandes ratos frente a la pantalla, con su cine explorador de inhóspitos parajes de la naturaleza y del alma humana, un cine sin duda influido por una vida plagada de WTF's que ha tenido, sin los que, seguro, Werner Herzog no sería Werner Herzog.